jueves, 4 de enero de 2024

El monstruo cuántico y relativista

Un verdor terrible

He leído y disfrutado Un verdor terrible, de Benjamín Labatut (el barquero también lo ha leído; le he visto alzar la ceja un par de veces, pero es que es un poco tiquismiquis). El libro en cuestión lleva un montón de ediciones y lo he visto (junto con Maniac, el nuevo libro del autor, que todavía no he leído) en los paneles de más vendidos en varias librerías de postín, así que no creo que haga falta presentarlo.

Pero por si no lo conocéis, os cuento que en cada capítulo del libro se narran en forma de ficción etapas de la vida de algunos científicos notables, peculiares y, sobre todo, desquiciados. Salvo en la primera historia (la que da título al libro), el nexo común de los personajes es la psicología de la obsesión por perseguir una idea hasta sus últimas consecuencias, que no es muy distinta de la locura causada por acercarse demasiado a mirar por el borde del abismo. 

Y aquí es donde entramos nosotros, que de mirar al abismo y aguantarle el aliento a lo que sea que salga de allí es de lo que nos encargamos en este blog. Más que nada porque viviendo en una barca manejada por el bueno de Caronte no tenemos más remedio que convertirnos en expertos en el tema. Así que vamos al lío.

Las ideas científicas que se desarrollaron y cuajaron al principio del siglo XX, principalmente la relatividad (especial y general) y las de la física cuántica tuvieron muy entretenidos a los personajes de los que se habla en el libro de Labatut. Desde mi punto de vista (que puedo dar sin pudor, que para eso voy de grumete aquí con el barquero surcando la Estigia), las historias tienen un regusto más que evidente a cuento de Lovecraft. Y es que la obsesión y el descenso a la locura causados por descubrir y perseguir un conocimiento que rompe con todo lo establecido, que cambia radicalmente nuestra visión de la realidad y nuestro lugar en el cosmos, es el argumento base de muchas historias de los Mitos de Cthulhu.

Las revoluciones científicas de los años 1910-1920 que se narran en el libro no perturbaron solo las mentes de los científicos involucrados (Einstein, Schwarzschild, Heisenberg, Bohr, Schrödinger, o el matemático Grothendieck,  personajes de Un verdor terrible), sino también las de la sociedad de la época, que seguía los descubrimientos científicos con tanto interés como las noticias económicas y de las guerras. Mucho más que ahora. 

Y Lovecraft era un ávido consumidor de estas noticias. Estaba al tanto de todo. Los descubrimientos, teorías y las cuestiones filosóficas y metafísicas que suscitaban los plasmaba en sus relatos (entre otras cosas que también plasmaba, claro) y sus personajes no resultan ser muy distintos de los científicos de Labatut. El mundo que descubrían los informes científicos era completamente ajeno a lo que se conocía hasta entonces y el lugar en que quedaba el ser humano en ese nuevo cosmos que surgía era cada vez más insignificante y minúsculo. 

Un ejemplo de esto lo tenemos en la historia de Schwarzschild (que fue la primera persona en resolver las ecuaciones de campo de la relatividad general, en concreto para el caso de una geometría esférica). El tipo persigue la singularidad en el centro de su recién descubierto agujero negro con tal tenacidad enfermiza y autodestructiva que parece que estuviera inmerso en una pesadilla, o en un Sueño en casa de la bruja, y que acabara de encontrar la fórmula que desgarrara el tejido del espacio-tiempo para mostrar lo que habita al otro lado (aunque estar en una trinchera en la Primera Guerra Mundial convalida con presenciar cualquier horror cósmico). Algo parecido le pasa al matemático Grothendieck, que hizo desaparecer sus últimos descubrimientos asustado por lo que la humanidad pudiera hacer con ellos (me dice el barquero que en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic se guarda una copia de sus trabajos, por si queréis echar un vistazo). Pero cuidado no vayáis a acabar también como el francés, sumidos en un permanente torpor lisérgico para poder soportar lo que allí se expone.

De las creaciones de Lovecraft, la que mejor resume la extrañeza cósmica causada por las revoluciones cuánticas y relativistas en una única criatura, primigenia, inconcebible y tremebunda, es el mismísimo soñador submarino, Cthulhu. La hipótesis más discutida de la mecánica cuántica, la interpretación probabilística de la función de onda (interpretación de Copenhague) no era del agrado de algunos de los fundadores de la cuántica, entre ellos el mismo Schrödinger, como se cuenta en una de las historias del libro. De hecho, la paradoja del famoso "gato de Schrödinger" fue presentada para poner de manifiesto lo (según él) absurdo de la interpretación de Copenhague y de la superposición de estados: el hecho de que el gato pudiera estar a la vez vivo y muerto.

Y eso mismo le pasa a Cthulhu, que es una singularidad en sí mismo, y que no está ni muerto ni vivo, sino que yace eternamente. Y que como dice la copla, con evos extraños, incluso la función de onda de la muerte puede colapsar y morir. Lo que será mejor o peor, dependiendo de quién sea el o la valiente que vaya a hacer la correspondiente medida. El barquero ya me ha dicho que con él no contéis, que con el kraken da la laguna ya tiene bastantes tentáculos para una vida.

Otro día hablaremos de Yog-Sothoth y de horizontes de sucesos. Y de otras cosas.


lunes, 1 de enero de 2024

Tiempo que fue y principo de incertidumbre

 El barquero ha estado estos días ocupado retocando un par de relatos para enviarlos a concursos, así que aunque tenía temas interesantes para tratar en el blog, hasta ahora no había tenido tiempo para actualizarlo. 

Tiempo; precisamente eso es lo que me trae hoy por aquí.

Hace unas semanas terminé de leer Tiempo que fue, novela corta del autor británico Ian McDonald (fue una de las compras del Celsius). Como es costumbre en este blog, no voy a hacer una reseña del libro, sino que voy a comentar otras cuestiones. Tampoco haré spoliers sobre la trama, creo, o la resolución de la misma, pero un poquillo hay que contar, nada que no pueda deducirse desde las primeras páginas. En fin, al lío, que el barquero me mira raro y como me enrolle mucho me va a pegar con el remo.

En la historia, un coleccionista/comerciante de libros antiguos descubre una nota en un libro de poesía que le lleva a pensar que hay unos viajeros temporales que utilizan el sistema de las notitas en el libro para comunicarse entre ellos desde tiempos de la Segunda Guerra Mundial. La novela cuenta tanto la búsqueda del comerciante como la historia de los viajeros del tiempo y sus movidas. La historia tiene un encanto poético innegable y no deja de tener su interés. 

Los viajeros temporales no lo son en plan Dr Who, sino más bien estilo Matadero 5, y los destinos de los saltos son, aparentemente, aleatorios, por lo que las pasan canutas. El evento que inicio la inestabilidad temporal de los protagonistas fue un experimento de los aliados (en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial) que tenía como objetivo diseñar un sistema de camuflaje infalibre (se parece un poco al Experimento Philadelphia, pero menos épico y más romántico). 

Y aquí es donde al barquero se le empieza a retorcer el bigote en ángulos no euclidianos  (espectáculo nada bonito de ver, os puedo asegurar). El experimento de camuflaje, que afortunadamente el autor no explicita demasiado, parece consistir en hacer que el objeto a camuflar se quede muy quieto. Quieto a nivel atómico. Que no se mueva nada de nada, ni un atomillo ni un electroncillo ni nada. Entonces (agarraos que vienen turbulencias), como tendrán su velocidad perfectamente definida, aplicando el principio de incertidumbre la conclusión lógica es que quedarán deslocalizados en el espacio, con lo que conseguirían lo del camuflaje. Pero la cosa sale mal, así que en vez de deslocalizdos en el espacio (sea lo que sea eso), se quedan deslocalizados en el tiempo (así, tal cual; podéis empezar a quemar vuestros libros de cuántica. Y los de lógica elemental también). Cuando hacen el experimento "de la quietud absoluta" usando personas, lo que consiguen es que estos se pasen el resto de sus días saltando de un tiempo a otro sin control ninguno. Y por eso tienen que ir dejándose cartitas para comunicarse.

Intentaré traer un poco de luz a este velo de oscuridad terrible que nos acaba de nublar la razón. Tampoco es que sea yo una lumbrera en el tema, pero por intentarlo que no quede. Que ya sé que esto no lo lee nadie, pero luego da juego en los bares. 

El principio de incertidumbre (de Heisenberg) establece que existen parejas de variables (que se llaman variables conjugadas), que no pueden medirse simultáneamente con precisión absoluta. La pareja de variables típica para hablar de esto es la formada por la posición (dónde está la partícula, o el mozo inglés) y el momento lineal (o la velocidad, para no liarnos). Si medimos las dos variables (dónde está el señor inglés y cuán rápido se mueve), pongamos que son la variable A y la variable B, el producto de la imprecisión de la medida de A, multiplicado por la imprecisión de la medida de B siempre será mayor que una constante. Esto quiere decir que si medimos una con precisión muy muy alta (porque medimos con mucha maña o porque no se mueve o por lo que sea), entonces la precisión de la otra variable no puede ser arbitrariamente pequeña, sino que tiene que ser mayor que un determinado valor. 

Y cuanto más precisa ses una de las variables, menos precisa será su prima, la variable conjugada. Esta es uno de los cimientos sobre los que se construye nuestra paz mental a la hora de hacer cosas en Mecánica Cuántica, porque la ecuación de Schrödinger por sí sola es fría como los vientos aullantes que soplan cuando miramos al abismo.

Hay que puntualizar que esto no es problema de que no sepamos medir con precisión. No es culpa nuestra o de nuestros aparatos, sino que es una propiedad de la realidad que habitamos.

Esto, ya sea aplicado a partículas, a pelotas de tenis o a mozuelos ingleses en Bletchley Park es aparentemente algo muy raro y ajeno a nuestra experiencia diaria. Tú puedes decir que estás en el kilómetro veintitantos de tal autopista en dirección a tal sitio, y que vas a tal velocidad, y te quedas tan pichi. Incluso Caronte el barquero, que no es una criatura que se rija por las leyes de la física convencional, puede decir en qué parte de la laguna Estigia nos encontramos y a cuántos nudos infernales se mueve la barca. Esto es así, entre otras cosas, porque el valor de la constante "de imprecisión mínima" (por no llamarla constante de Planck, que al barquero no le gustan los nombres raros) es muy pequeño, de forma que sus efectos son solo detectables para cosas muy pequeñas, como un electrón en un átomo, o unos cuantos atomillos juntos en una molécula.

Otra cosa a comentar es que el principio de incertidumbre, como tal, no es algo cuántico. Si tiras una piedra a un estanque, se forman olitas que se propagan y llegan hasta la orilla (no voy a hacerlo ahora, porque al barquero no le gusta que perturbe al kraken). La frecuencia (o la longitud de onda) de las olitas puede determinarse con mucha precisión si nos ponemos a ello (cronometrando cuánto tardan en llegar un par de olitas), pero ¿dónde está la onda, la ola? Pues en ningún sitio en concreto, sino en todo el estanque. De modo que la precisión en la posición es del tamaño de todo el estanque. Ahí tenéis el principio de incertidumbre en acción. El "salto al mundo cuántico" viene cuando asignamos una frecuencia (que es una cosa típica de las ondas) a una partícula (que en principio es un pedazo de materia, no una onda); esto es, cuando ponemos de relevancia la dualidad onda-partícula de la realidad, postulada por Einstein para fotones y extendida a todo por De Broglie).

El tiempo, como variable, lo podemos meter en este jaleo porque también tiene una variable conjugada, que es la energía. Si pensamos en los niveles de energía de un electrón en un átomo, podemos conocer con mucha precisión la diferencia de energía entre dos niveles, de forma que no tendremos ni idea de cuándo el electrón saltará de un nivel al otro. Este es el contexto en el que tiene sentido hablar del tiempo como variable. 

Bueno, ¿y cómo encajamos a nuestros tórtolos ingleses en este asunto? Supongamos que conseguimos que se queden muy quietecitos, a nivel atómico. En primer lugar, tendrían mucho pero que mucho frío. En segundo lugar, no podrían nunca llegar al cero absoluto, a la quietud total, precisamente porque eso violaría el principio de incertidumbre (sin entrar en rollos de entropía ni tercer principio de la termodiámica, que precisamente nos dice que esto es imposible). Incluso si se llega al cero absoluto, la energía no sería nunca cero sino que tendría un cierto valor. 

Por si lo anterior fuera poco convincente, conviene mencionar que el principio de incertidumbre se aplica a partículas o procesos individuales, y que escala muy mal cuando se aumenta el número de elementos del sistema. Como el principio es un reflejo de la naturaleza ondulatoria de la función de onda de un sistema, en cuanto la función de onda colapsa a un valor determinado cuando se hace una medida el principio de incertidumbre deja de tener sentido. Y según vamos aumentando el número de particulas en interacción, las interacciones entre ellas son una especie de medida que provoca el colapso. Esta decoherencia cuántica es el motivo por el que los fenómenos cuánticos no se pongan de manifiesto en objetos macroscópicos, como una piedra o un jovenzuelo inglés. 

Por último, una cosa que dejo para reflexionar. La luz, los fotones, viajan siempre a la misma velocidad, exactamente la misma, y su energía (y momento lineal) depende de su frecuencia (del color). Y esto no hace que los fotoncillos vayan saltando en el tiempo ni que tengan que dejarse mensajitos en librerías viejas. Aunque molaría.

En fin, ya he hecho demasiados amigos por hoy. Disfrutad de la novela, pero como fantasía, sin tomarse muy en serio los principios físicos en los que se basa. 

¡Feliz año nuevo!