sábado, 4 de noviembre de 2023

Hermanas

 "Hermanas", cuento corto, 1716 palabras (J.L, Muñoz, Diciembre 2020, retocado Febrero 2022 para convocatoria de Windumanoth)


Fotografía "Identical twins", Diane Arbus (link)


HERMANAS (leer en Google Docs

Las dos niñas llevaban un rato sentadas en uno de los sofás que delimitaba, a modo de sala de espera sin paredes, una esquina del gran vestíbulo acristalado. Sobre la mesita que tenían enfrente, un holograma del ratón Mickey repetía por tercera vez una secuencia en la que ejecutaba torpes malabarismos con unas naranjas. La primera vez les había hecho gracia, pero ya se habían aburrido. Empezaban a revolverse nerviosas y a buscar a su alrededor algún otro entretenimiento.

La madre tardaba mucho en salir y aquel sitio les daba un poco de miedo. Nada de eso ayudaba a tranquilizarlas, como tampoco lo hacían las miradas reprobatorias de la recepcionista, una rubia de anuncio de champú que se lo debía de tener muy creído, pensaron las niñas, estirada tras el mostrador como si fuera la dueña del edificio. Además, sonreía solo con la boca y sin esforzarse mucho; parecía que se le iba a romper la cara si movía un músculo más de los necesarios.

Una de las niñas, Nuria, miraba a la recepcionista e imitaba su gesto. Cuando la mujer se daba la vuelta para consultar la pantalla que tenía delante, ella le sacaba la lengua y ponía caras feas de monstruo, hasta que la otra volvía a mirarla y la niña recuperaba su imitación de la sonrisa robótica de la mujer.

—¿Qué es el Instituto Michelson-Mendibe-Fraunhoffer? —preguntó a su hermana, repitiendo despacio las sílabas que se leían en el logotipo que cubría la pared que había tras la rubia.

—Parece una clínica como las que salen en las películas. Ya sabes, para que las mamás puedan tener niños.

Silvia había respondido sin levantar la vista de la mesita sobre la que Mickey iniciaba de nuevo su actuación. Acababa de descubrir un pequeño panel en una pata de la mesa y lo estaba manipulando, a ver si podía cambiar la película. Escuchó el exagerado gemido de sorpresa de su hermana Nuria.

—¡Hala! ¿Tú crees que mamá quiere tener más niños? ¿Vamos a tener un hermanito?

Tenía sentido: ellas no tenían padre, solo tenían a mamá. No habían necesitado de un papá para nacer, les decía a regañadientes su madre cuando se ponían muy pesadas con ese tema. Ni tampoco lo tendrían nunca, no les hacía falta para nada; esas eran cosas del pasado. Así que si su mamá quería otro niño, no tendría más remedio que venir a una clínica como aquella.

—No digo que quiera, ni que este sitio sea de esos. Solo digo que parece un lugar así, todo tan blanco y tan limpio y tan luminoso.

Nuria miró a su alrededor, evaluando con nuevos ojos el edificio en que estaban. Era verdad que todo parecía tal y como había descrito su hermana. No se había dado cuenta hasta ese momento. Lo había visto todo, claro, pero no se había parado a pensar en cómo era lo que estaba observando; aquel edificio era tan falso como la sonrisa de la rubia. Ese era el tipo de cosas que hacía su hermana: con apenas un vistazo ya había descubierto todo lo que había de interés en un sitio, se había formado una opinión y podía entonces dedicarse a trastear con terminales informáticas y con otras cosas que le resultaban más interesantes. Mientras, ella perdía el tiempo con payasadas y llamando la atención.

—No sé si quiero un hermanito. Mamá está siempre muy ocupada con su trabajo. Ya no nos obliga a hacer los deberes, ni nos regaña. Y está siempre enfadada. Me parece que al hermanito tendremos que cuidarlo nosotras.

Nuria alternaba su discurso con las muecas a la recepcionista. Sus palabras sonaban raras cuando las pronunciaba a través de la sonrisa falsa. Era curiosa esa sensación, la de reírse pero al mismo tiempo estar pensando cosas feas. Sospechaba que era algo que los adultos hacían mucho.

—No te adelantes, todavía no sabemos qué es este sitio. Además, lo que pasa es que para mamá ya somos mayores, no tiene que estar preocupada por nosotras cada rato. No es que no nos preste atención porque ya no nos quiera.

—¿Tú crees que ya no nos quiere?

—Yo no he dicho eso.

—Sí lo has dicho.

Silvia no contestó a su hermana. Continuó manipulando el panel de control de la mesita, atenta a los caracteres que aparecían en la pequeña pantalla. Ahora que había descubierto el efecto de cada botoncito, le resultó fácil progresar por los menús de configuración. Claro que su mamá las quería, lo que pasaba era que ella misma, su madre, no se quería mucho a sí misma. No se comprendía y estaba hecha un lío. Pero no podía aparentarlo delante de sus hijas, porque eso es lo que hacen los mayores. Ojalá las personas tuvieran un panel de configuración como los proyectores holográficos, así se podría cambiar lo que les pasara por la cabeza con solo pulsar unos botones.

—A ver, creo que con esto puedo cambiar la animación.

La figura tridimensional del ratón desapareció y en su lugar apareció una terminal holográfica convencional, con el panel para conectarse a la red. En la portada, el mismo logotipo que veían por todo el edificio se desplegó ante ellas con una vistosa presentación, a la vez que una musiquilla tétrica, como de órgano de iglesia, empezó a oírse por todo el vestíbulo.

—¡No podéis tocar eso!

La rubia estirada abandonó su trono tras el mostrador para dirigirse hacia ellas con pasos rápidos y nerviosos. El grito primero, y el eco de los tacones sobre las baldosas del suelo después, dejaron a las niñas asustadas y sentadas muy quietas en el sofá. 

—¡No podéis tocar nada! No sé cómo os han podido dejar aquí solas, sin nadie que os vigile.

—Somos mayores, no necesitamos niñera —aventuró Silvia.

—¡Sois unos monstruos y unas maleducadas, no deberíais estar sin vigilancia!

Con un gesto brusco tocó unos botones en el panel de control. El proyector holográfico enmudeció y las niñas se quedaron contemplando la mesa vacía. La rubia gruñona volvió a su puesto.

—¿Por qué se ha enfadado tanto, Silvia?

—No lo sé, pero no me gusta.

—Nos ha llamado monstruos.

—Ella sí que es un monstruo, con esas tetas tan apretadas que parece que se le van a estallar.

—¡Hala!

Nuria se tapó la boca para amortiguar la carcajada. ¡Qué salidas tan graciosas tenía Silvia! Parecía tan seria, pero luego soltaba cada cosa… Adoraba a su hermana gemela.

La rubia las miró con gesto enfadado, pero antes de que pudiera regañarlas de nuevo se abrió una puerta y apareció por fin la madre, acompañada de otras tres personas, dos mujeres y un hombre. Vestían batas tan blancas y luminosas como todo lo demás en aquel extraño lugar. Caminaron hacia las niñas. Sus sonrisas eran también de las de ojos apagados, como la de la rubia. La madre no sonreía, al contrario: estaba muy seria. Nuria agarró con su mano derecha la izquierda de su hermana, que la apretó con fuerza, cada una era el único refugio de la otra.

El hombre de la bata blanca consultó una tableta digital y se acercó a ellas.

—Tú eres Silvia, ¿verdad? Te vienes conmigo. Nuria, acompaña a las doctoras por ese pasillo.

—¡No! ¿Por qué? Mamá, ¿qué pasa?

Las niñas hablaron a la vez. Miraban a su madre, que permanecía unos pasos alejada del grupo, la cara inexpresiva y ausente.

—No me fastidies que están todavía activas —el hombre bufó y tecleó algo en la tableta.

De repente, Nuria no podía moverse. Trató de girar la cabeza para mirar a su madre o a su hermana, luego trató de hablar, de gritar, de llorar, pero no consiguió nada, ni un sonido salió de su boca, que se había quedado medio abierta. Tras el grupo de batas blancas, a un lado de su campo de visión estaba el vestido rojo de la rubia de la recepción. Ahora sí que los ojos acompañaban a la sonrisa, sonrisa de bruja mala. Intentó sacarle la lengua, pero siguió sin mover ni un músculo. Se preguntó si todavía respiraba o si le latía el corazón, porque no lo notaba.

—Su caso es muy extraño, señora. Las dos están fabricadas con la misma matriz. El temperamento debería ser idéntico.

—Pues una ha resultado ser alegre, aunque un poco respondona, y la otra es muy seria e introvertida, no me divierte nada.

¿Esa había sido la voz de su madre? Silvia no estaba segura, había sonado muy rara, neutra. Reconocía la voz, pero no la identificaba con nada propio. ¿Qué les había hecho el tipo de la bata blanca? ¿Cómo era que podía controlarlas así? 

—No son mascotas, señora. No tienen que hacer trucos, son inteligencias independientes.

—Me da igual. Están en garantía, ¿no? Además, cuchichean mucho entre ellas. Parece que me estén juzgando todo el rato, no me gusta. Me quedo solo con una.

¿Cómo que solo con una? ¿Qué estaba diciendo mamá?

—En fin, es su dinero. Borraremos la memoria de la otra para que no tenga recuerdos de una hermana. Silvia, tú sígueme. Nuria, acompaña a las doctoras por ese pasillo.

Silvia comenzó a caminar hacia el hombre. No quería, toda su voluntad se centraba ahora en no moverse, en quedarse muy quieta, junto a su hermana. Pero su voluntad ya no contaba. 

Al dar el segundo paso notó cómo el brazo izquierdo se le extendía y, después, cómo algo tiraba de él y le impedía moverse: seguía sujetando la mano de su hermana, los dedos entrelazados, el único contacto con su realidad, con su mundo.

—¡Pero bueno! ¿Esto qué es? ¡Soltad las manos inmediatamente!

Pero no se soltaron. 

Nuria había quedado mirando a su madre. Había empezado a caminar en dirección a las dos doctoras, movida por unas piernas que no sentía y que no podía controlar. Apenas había dado dos pasitos cuando algo impidió su avance y había hecho que se girara. El tirón en la mano derecha la había dejado mirando a la que hasta unos segundos atrás había considerado su madre, que ahora le parecía solo una carcasa vacía, un mueble, alguien a quien no reconocía ni de su misma especie. 

Silvia, su hermana, continuaba sujetando la mano. Nunca dejaría que se separaran. Sabía que ella no la soltaría, que nunca nadie podría hacer que se soltaran.


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